miércoles, 27 de enero de 2016

Ejército: La transformación del ECh

El nuevo ejercito 
No sólo es hoy una de las instituciones más valoradas por los chilenos. Tras años de intenso trabajo, el Ejército de Chile es considerado uno de los mejores de la región. Esta es la historia de una profunda transformación. 

Por Ascanio Cavallo 

 



El Ejército chileno es hoy el más moderno de Sudamérica. Esta afirmación puede resultar sorprendente, si se piensa que hace sólo diez años se lo consideraba mal equipado, aproblemado y abultado, y si se suma que durante las dos décadas de la transición a la democracia ha sido episódicamente golpeado por los juicios sobre Derechos Humanos, los crímenes no aclarados, el largo procesamiento de Augusto Pinochet e incluso los escándalos en transacciones de armamento. 
Pero mientras todas esas informaciones sacudían en forma intermitente los noticiarios, por debajo, silenciosamente, el alto mando iniciaba la mayor intervención del Ejército desde el establecimiento de la ya fenecida “Doctrina de la Seguridad Nacional” en los 60, que a su turno había sido la más grande desde la “prusianización” de comienzos del Siglo XX. 
La base conceptual de este nuevo cambio es que, una vez que se constatan cambios significativos en el “campo de batalla” −el terreno imaginario de un conflicto armado−, un Ejército moderno debe modificar su doctrina operativa, para luego adecuar su tecnología y más tarde la disposición de sus fuerzas. Este proceso debería ser continuo y renovarse en períodos de cerca de diez años (ver diagrama abajo). 

 

Nuevos campos de batalla 
Para el Estado Mayor chileno, el cambio relevante del campo de batalla se produjo en dos niveles: uno global, con el fin de la Guerra Fría y la inserción en una comunidad internacional que requiere continuamente de fuerzas militares fuera de las fronteras nacionales; y otro vecinal, con el término de los diferendos con Argentina. Ambos no tienen el mismo peso −la defensa de la soberanía territorial siempre está primero−, pero se retroalimentan. Cuando se pregunta a los altos oficiales cuáles son las expresiones prácticas del “nuevo Ejército”, inmediatamente citan dos rasgos incorporados en los últimos años: primero, la “interoperabilidad”, que envuelve la capacidad de actuar en conjunto no sólo con las otras ramas de la defensa local, sino sobre todo con entes complejos, como la OTAN; y segundo, la “polivalencia” de las fuerzas, que significa que se pasó de una pesada maquinaria de guerra a un esquema de recursos versátiles, flexibles y veloces. 
En los últimos años, contingentes del Ejército chileno han actuado como nunca antes en su historia fuera del territorio nacional, en los conflictos de Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Haití y Chipre. Y este último caso es el más llamativo: participan en funciones “conjuntas” (con la Armada chilena) y “combinadas” (con tropas argentinas). La capacidad de adaptarse a estos contextos extraños sería uno de los rasgos distintivos de la “transformación” del Ejército. 

 
Y esta palabra es clave. No modernización, no actualización, no reforma: transformación. Hay diversas apreciaciones sobre cuál fue el momento de inicio, pero muchos coinciden en que el período clave tuvo lugar entre 2001 y 2002, cuando las unidades fueron reorganizadas como “sistemas operativos”, equipos integrados con todos los medios de maniobra, apoyo, inteligencia y control. 
El proceso alcanzó a los niveles máximos en enero de 2006, cuando se completó el cambio de la estructura superior, que pasó de un modelo linealmente jerárquico a uno funcional. Para entonces se estaba completando el proceso “en espiral”, con tres transformaciones fundamentales. 
La primera de ellas es el cambio de la doctrina operacional. Históricamente, el Ejército chileno trabajó sobre la base de una hipótesis de conflicto que amenazaba simultáneamente sus tres fronteras (HV-3), lo que determinaba la distribución de sus recursos y, sobre todo, su formación, orientada al empleo máximo de la fuerza en el mínimo de tiempo. De alguna forma, las características que tuvo el golpe de Estado de 1973 se explican mal sin la lógica de HV-3. El Tratado de Paz de 1984 con Argentina, consolidado en los 90, no cambió la hipótesis básica, pero sí las nociones sobre el “campo de batalla”, que ahora podría ser mejor focalizado –en el norte del país–, con mayores capacidades para identificar fortalezas y carencias. 
El segundo cambio ocurre en la organización de las fuerzas. Esta es una consecuencia inmediata de lo anterior. El antiguo Ejército estaba basado en regimientos y divisiones alineados con las regiones de posible enfrentamiento con Argentina. Aunque esa organización no ha desaparecido, se ha ido superponiendo una redistribución que pone el énfasis en la capacidad de movilidad y reunión del poder de fuego en tiempos muy cortos. Si la doctrina anterior privilegiaba la blitzkrieg "palabra que describe la doctrina militar de concentrar toda la fuerza en un pequeño punto del enemigo";, la de hoy sería una “súper blitzkrieg” debido a su velocidad, o una “blitzkrieg 2.0”, debido a su informatización. 
 
Por último, se produce el cambio tecnológico. Hasta fines de los 90, el Ejército estaba anclado en un equipamiento proveniente de la Segunda Guerra Mundial y de la Francia de los 60. Un claro ejemplo era su dotación de tanques: M-51 y M-41, de los años 40, y MX30, de los 60. Las compras de oportunidad que se produjeron en los 90 –y que están en estos días bajo investigación por pago de comisiones irregulares–, tras el desarme de la OTAN y del Pacto de Varsovia, introdujeron los Leopard I, a los que han seguido, en años recientes, los informatizados Leopard II, que por ahora se acumulan, pero que terminarán por sustituir a los anteriores hacia el 2020. 

Desde cero 
Una de las paradojas del proceso de transformación es que sus bases se generaron cuando los recursos aun escaseaban. En 1976, la Junta Militar modificó la antigua "Ley del cobre" y asignó a las Fuerzas Armadas el 10% de las ventas de Codelco, una anormalidad política y financiera que este mes ha entrado en su fase de término, con un proyecto que provee financiamiento estatal de modo similar a otras instituciones. 
Con los flujos de Codelco se financió la adquisición de armamento para lo que llegó a ser una inminente guerra con Argentina, en 1978. Pero esas compras fueron muy superiores a lo que proporcionaba el cobre, y el Ejército se vio endeudado en varios miles de millones de dólares por muchos años después, hasta la insólita fecha de fines de 1999. 
Mientras los recursos del cobre se destinaban a pagar deuda, el mando militar inició la planificación de su futuro. Según oficiales que participaron de ella, “fue como empezar de cero, como construir un Ejército de la nada”. 
Liberados del peso de las viejas normas y las tradiciones –y sin preocuparse de un dinero que no tenían–, los equipos del Estado Mayor empezaron a concebir un esquema en que la Fuerza (la totalidad del aparato militar) fuese construida desde cuatro unidades centrales que debían replicar las cuatro funciones esenciales de la organización armada: Planificación, Preparación, Acción y Apoyo (ver esquema a la izquierda de la página). 
A partir de 2000, cuando los fondos del cobre quedaron libres para reanudar las compras, la nueva estructura de mando se fue poniendo paulatinamente en vigencia, hasta culminar el 2006, con la creación formal del Comando de Operaciones Terrestres, la primera de las cuatro mega-unidades. 
Entre otros, esto significó un cambio radical en el sistema de adquisiciones de armamento. Hoy, el proceso se inicia muy abajo, en las unidades básicas, con la identificación de las “brechas de capacidad”. Sigue con la proposición de “Requerimientos de Alto Nivel” (RAN) y luego de “Requerimientos Operacionales”, todos los cuales deben ser acompañados por análisis de perfiles de uso y ciclos de vida útil. 
Con un mecanismo tan complejo, dicen los altos oficiales, hoy sería difícil que se repitieran casos como el de los Leopard I, bajo investigación, o del Proyecto Rayo, base aparente de las comisiones mayores que Augusto Pinochet obtuvo en sus últimos años al frente de la institución. 
Otro cambio se produjo en la configuración del personal, de arriba hacia abajo. Al terminar el régimen de Pinochet, los generales eran 64, formando una pesada costra burocrática con muchas fracciones de mando y privilegios. Hoy ese número se ha reducido a 36, la mayoría de ellos operativos. Muchos coroneles, reclutados apresuradamente como oficiales ante las posibilidades de guerra de los 70, debieron pasar a retiro en los 90. 
También la conscripción sufrió una mutación cualitativa. Además de pasar de obligatoria a voluntaria, se redujo de 50.000 hombres en los 90 a 12.000 hoy. El año pasado, una ley introdujo la categoría más novedosa: la “tropa profesional”, consistente en conscriptos ya instruidos que pueden permanecer en el Ejército con contratos de cinco años. Está previsto que para el 2010 esta tropa llegue a 5.000 hombres, y para el 2014, a 10.000. 
Aunque lo parezca, no es totalmente paradójico que todo esto se haya producido mucho después de que el Ejército dejó el gobierno. El envolvimiento de los militares chilenos en la política de contingencia no produjo el efecto devastador sobre las capacidades profesionales que tuvo en Argentina (la guerra de las Malvinas dio una prueba dramática), o en Perú (donde podría explicar el crecimiento inaudito de Sendero Luminoso en los 80), pero erosionó su agilidad y su capacidad de adaptación. 
Al terminar el gobierno de Pinochet, el Ejército era una institución fofa y poco prestigiosa, casi sin capacidad de atraer a vocaciones jóvenes. Aunque desde la política pueda haber apreciaciones diferentes, la mantención de Pinochet en la Comandancia en Jefe no contribuyó a mejorar esa situación, porque el permanente tira y afloja con los gobiernos de Patricio Aylwin y Eduardo Frei creó un dique para cualquier voluntad de cambio. 
Peor aún, ahora se sabe que en ese período la compulsión del general Pinochet y de su entorno inmediato por tomar seguridades ante un futuro que percibían amenazante condujo a la sucesión de operaciones ilícitas reveladas en las cuentas del Banco Riggs en 2004. Lo que quedaba del aura de servicio del veterano general se desplomó con esos hallazgos. 
El único movimiento virtuoso en esos últimos años se inició en la Academia de Guerra en la segunda mitad de los 80 y floreció con los generales más jóvenes, que, premunidos de postgrados y estudios de cuarto nivel, comenzaron a visualizar la nueva era. El símbolo de ese proceso fue el general Juan Emilio Cheyre, que en el 2003 cerró el compromiso de la institución con el golpe de 1973. 
Lo que ha venido después ha sido discreto y silencioso, pero ya el 2007 el estudio de marcas BAV −realizado por la consultora The Lab Y&R− situaba al Ejército sobre los 70 puntos de reputación (sobre un total de 100) y el de este año lo ubica en el sexto lugar entre las instituciones. Una posición que no era posible imaginar al inicio de la transición. 
Al acercarse el Bicentenario, el Ejército chileno atraviesa por uno de los momentos más despolitizados de su historia, lo que sí es una paradoja después de un compromiso tan intenso como el que tuvo hasta los 90. Sería ingenuo suponer que sus mandos carecen de opinión, y es un hecho que muchos de ellos continúan cooptados por la derecha. Pero el doble sentimiento de que no han sido desdeñados por los gobiernos recientes, y que han alcanzado una posición profesional de privilegio en la región, los vuelve naturalmente más escépticos respecto del carnaval de la política cotidiana. 

Poder 360

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