lunes, 14 de noviembre de 2016

Guerra del Chaco: Un duelo de artillería


Un duelo de artillería en la Guerra del Chaco
Viscacharal, Sector Pilcomayo, 15 de enero de 1935
 


Por Rafael Mariotti

Publicaré este artículo como se lo había prometido al amigo Mangosta, chileno, y en atención al forista Procer1811, nieto de uno de los participantes de este duelo artillero, pues su abuelo, el entonces mayor Fulgencio Yegros (luego general) era comandante del grupo de artillería 2 paraguayo, que estaba desplegado en la zona norte del Pilcomayo, frente al Grupo de Artillería de la Cuarta división boliviana, comandado a la sazón por el coronel de artillería chileno Aquiles Vergara Vicuña. Este, recibido en el Colegio de Guerra en España y ex-miembro del gabinete chileno, era el más famoso de un grupo de jefes y oficiales (105 en total) contratados en junio de 1934 por Bolivia, con gran consternación del gobierno paraguayo. Vergara Vicuña se integró al Primer cuerpo de ejercito boliviano en octubre de 1934. El relato es del libro DEL CALDERO DEL CHACO (1936) de Vergara Vicuña. 
"El 15 de enero de 1935 la artillería boliviana del sector, a la sazón comandada por el coronel chileno Aquiles Vergara Vicuña, de reciente nombramiento, se hallaba ocupando un lugar llamado “Viscacharal”- en la explanada del río Pilcomayo donde moría la pendiente del extremo norte de la Serranía de Caiza- en cuyas inmediaciones tenía establecido su emplazamiento, la batería del sub teniente Bernardo Soria Galvarro, equidistante uno 5 kilómetros de otras que le flanqueaban; hacia el norte la del teniente Pastor Quiroga, situado en un punto llamado “Resistencia” y en dirección sur cerca del sitio llamado “Convento”, la del teniente Manuel Vaca Roca. 
Frente a esta unidad, se encontraba el Grupo 2 de Artillería paraguayo “General Roa”, comandado por el mayor Fulgencio Yegros, que tenía como misión mantener una vasta cobertura a lo largo del Pilcomayo, desde Cururendá hacia el sur, tocándole ocupar el Talud de Piquyrendá situado entre Ybybobo y Palo Marcado, y enfrente de Viscacharal, a la 3ª batería a cargo del teniente Juan A. Monges. 
El relato de Vergara Vicuña continúa así: 
“Fui recibido en Viscacharal con la atención cordial que ya conocía. Soria Galvarro hacía su rancho en ese momento y tuvo oportunidad de invitarme a comer un buen plato de verdolaga silvestre sazonada en aceite que, según me informó, había descubierto para defenderse de la avitaminosis. Excusado estará decir que me sentó de maravillas, pues hacía varias semanas que no probaba una brizna de verdura.” 
“Mi asistente José Quispe preparó entretanto mi instalación cerca de la del teniente y luego de enunciar a la ligera el objeto de mi visita, nos decidimos a reposar para que el sol del nuevo día nos hallara ágiles de cuerpo y de espíritu. 
Ningún presentimiento embargaba mi espíritu, cuando caí en la inconsciencia del sueño. Para mi compañero de “pahuiche”, esa noche sí que fue la postrera, pues al día siguiente, bajo un cielo añil y sobre una tierra lujuriosa caería, después de trágico molinete con el pecho destrozado por una granada paraguaya. Pero tampoco al parecer, Soria Galvarro fue advertido nada, pues al rayar el alba se levantó contento y dinámico, sorbiendo a bocanadas el aire más puro de esa hora, único que, en el Chaco, se puede respirar con alguna fruición.” (continúa) 

Inserto retrato de Aquiles Vergara Vicuña y del sector donde se efectuó el combate narrado. 

 

“Nos desayunamos ligeramente para desplegar luego el Plano Director, con el transportador y la regla graduada en manos. Trazamos las rectas de los tres rumbos, desde los asentamientos respectivos y su coincidencia fue perfecta.”
“Cabalito, exclamó con entusiasmo el comandante de la batería.”
Ya teníamos los elementos necesarios para iniciar la acción; faltaba la coordinación de los fuegos con las restantes baterías, y el plan y régimen a que debíamos ceñirnos. Pregunté a Soria Galvarro cuál era su idea, contestándome que le agradaría hacer tiro progresivo y regresivo escalonado con un consumo de 160 granadas, más o menos. Esta proposición me pareció mesurada…”
Con la pauta señalada, elaboré mi plan: 160 granadas de la batería de 65 mm (Soria Galvarro); 60 la de 75 mm (montada); 20 de la 75 mm (montaña) material éste último que tenía en esos días una expectativa de municionamiento muy escasa. El fuego debería desenvolverse en 20 minutos, a razón de 8, 3 y 1 tiros por minuto, de cada batería, respectivamente. Acto seguido, me puse al habla con el capitán Cuellar, comandante del Grupo, quien había verificado sobre el plano de la batería Quiroga los mismos cálculos que nosotros.”
Nota: cada batería estaba compuesta de 4 cañones, con sus dotaciones respectivas.
“Respecto a mis directivas para la acción, acepté su insinuación de que no entrara en combate la batería Vaca Roca, por la razón antes señalada.”
“Serían las 8 de la mañana, cuando acompañado por el teniente Soria Galvarro y el suboficial Zaconetta, me dirigí al observatorio. Este cabalgaba en un árbol esquelético, de pobre ramaje, de forma achaparrada, situado en un montículo a 100 metros de la batería, a un costado.”
El día se presentaba caluroso y radiante de luz, invitaba a vivir y no a morir.
Subimos al observatorio, algo endeble para nuestro peso, por lo cual nos balanceábamos un poco, a unos cinco o seis metros del suelo en pendiente. Con todo, la visualidad era magnífica. Instalamos el anteojo de antenas, entregándonos por algunos minutos, de lleno, a la tarea de escrutar en dirección al punto en que debía encontrarse el enemigo. Luego faculté al jefe de la batería para dar sus comandos. Rápidamente llegó por el hilo la voz: Pieza lista!; Fuego! contestó el teniente.
Observamos la caída del proyectil, oculto en los primeros segundos dentro de la espesa maraña y quedamos esperando el disparo inicial de la batería Quiroga.
Pronto sentimos la detonación de salida y casi simultáneamente de llegada (a distancias medias, en ese material tipo rasante, el proyectil llega al objetivo conjuntamente con el sonido)
Observamos atentamente sobre el punto batido y pudimos comprobar que la nube de polvo y humo del calibre superior, quedaba inmediata a la anterior, ya en pleno desvaimiento.
Cabalito! - volvió a exclamar Soria Galvarro.
Puede pasar al fuego de eficacia, si lo cree oportuno – agregué de mi parte.
Repetimos los comandos por teléfono, ahora con distancias escalonadas.
Batería lista! – una ráfaga! y luego, moviendo las distancias, y concentrando o repartiendo sobre cualquiera de las piezas: una ráfaga! dos ráfagas! y vuelta a comenzar.
Espectáculo formidable; tronadera ensordecedora de estampidos cercanos y explosiones lejanas que venía a aumentar el fuego de efecto a que también había pasado la batería Quiroga. La caída de los proyectiles se iba sucediendo con exactitud, gracias a las correcciones que se ordenaban.
Pobres coleguitas “pilas”! – dijo más de una vez Soria Galvarro.
"Mi alma de artillero se solazaba en una extraña fruición; mis sentidos se regalaban en esos minutos con la novedad del espectáculo… y, lo principal, me hallaba como sorprendido de se actor en aquello y todavía sin tener en cuenta que el Destino me deparaba en esa trama el papel principal." (continúa)
Publico imágenes de los cañones de acompañamiento de infantería Vickers de 65 mm (de los cuales Bolivia había adquirido 30 en 1929, y llegaron en 1932). Estos componían la batería de Soria Galvarro en el relato. Publico imagen del cañon de campaña Vickers de 75 mm, que es llamado de artillería montada en el relato (batería Quiroga), y del cañon de montaña de 75 mm de la bateria Vaca Roca que no participó por falta de municiones.
“Aunque en esos cortos minutos de la acción de Viscacharal no estaba para éstas ni parecidas disgresiones, pensaba, no obstante, ya que el principal papel de un jefe es prever y más prever, en una posible reacción de la artillería paraguaya, a lo que había que añadir el para mi dogma de fe de la teoría de las compensaciones y la sabiduría del aforismo popular que dice: “Donde las dan las toman”.
Durante unos veinte minutos, los airosos cañoncitos, casi automáticos, continuaron vomitando activamente su granizo candente. Luego nos dimos cuenta que la batería Quiroga había cesado de disparar, seguramente por conclusión de la ración acordada. Nos miramos las caras, como consultándonos una decisión y entonces dije: -Basta por ahora-.
Soria Galvarro asintió sonriendo, satisfecho de la tarea realizada. Yo sentía en mi interior el orgullo primerizo de haber actuado, dirigiéndolo, en un fuerte batimiento artillero, cuyo efecto, sin embargo, quedaría para nosotros en una nebulosa.
Iniciamos el descenso para restituirnos al puesto de comando habitual, distante 150 metros adelante, en una especie de explanada, característica de los antiguos puestos ganaderos, lisa y despejada de árboles, cuyos puntos más visibles eran, acaso, el pahuiche utilizado como vivienda por el teniente y un cerco de ovejas de la inmediación más contigua. Era indudable que ese manchón ocre podía resaltar como rosetón de la guirnalda verde.
Mientras caminábamos en columna de a uno por el sendero, pensé que la artillería paraguaya estaría preparando ya su desquite y volví sobre el tema:
“Después del fuego que hemos hecho, habrá que adoptar mayores precauciones y enmascararse lo más posible; qué opina sobre el particular, mi teniente?
“Ciertamente, mi coronel – contestó al punto Soria Galvarro. Tengo el proyecto de hacer un trabajo que sea permanente y bien fortificado; algo así como un “nicho” en la ladera del cerro, que sirva de observatorio, de gabinete de trabajo y de cuarto de dormir; ya tengo planeada su construcción y comenzaremos los trabajos esta misma tarde. Pierda cuidado.”
“Instantes después nos separamos. El siguió a su “pahuiche”, yo me quedé algunos minutos deambulando para conocer el paraje circunvecino. Luego tomé igual dirección.”
Qué sucedía entretanto con la artillería paraguaya de enfrente? La 3ª batería se encontraba emplazada y bien oculta en el talud de Piquyrenda cuando se produjo la entrada en fuego de las baterías bolivianas ubicadas en Viscacharal y Resistencia.
Desde el amanecer de ese día, nuestros vigías de la batería habían podido observar con metódica paciencia un delgado hilo de humo que se levantaba de la superficie en un punto de la otra banda. Rato después se escuchó el disparo de un cañón, luego otro, seguido de otros más. Una vez tomado el rumbo de las detonaciones, el teniente Monges comenzó a explorar con su anteojo de antenas y pudo notar que el hilo de humo coincidía perfectamente con una de las direcciones de donde provenían los disparos que al parecer, estaban dirigidos, en ese primer momento, hacia objetivos distintos que la 3ª batería.
He aquí el relato del coronel Vergara Vicuña, de lo acontecido en el lado boliviano, y lo ocurrido al teniente Soria Galvarro:
“Me separaban del “pahuiche” unos cincuenta metros escasos, cuando fui despertado de mi ensimismamiento contemplativo por algo verdaderamente insólito, por mucho que estuviese previsto. Sentí una especie de desgarradura de una tela de buque y deslizarse con un agorero silbido la saeta de un proyectil. Pasó todavía a unos 5 o 6 metros sobre la proyección de mi vertical y presentí que ya estaba próximo a su punto de caída. Una detonación formidable, una convulsión de la atmósfera, un promontorio de humo y varias trayectorias divergentes y ruidosas de carcasas aclararon mis ideas quizá antes de haberse concretado. La granada había percutado en la ladera del observatorio recién abandonado.”






“Tomé visual hacia el “pahuiche” y ví que todos corrían a agazaparse detrás de uno árboles no muy respetables de grosor, como para protegerse de una avería; otros se echaban al suelo donde estaban. Comprendí que la cosa era grave y que había salido un segundo proyectil, acaso más astuto que el anterior.”
“Adiós mi plata, díjome una voz profunda. Mis oídos estaban aletargados para percatarse de los ruidos, por la indigesta ingestión de disparos con que los había regalado desde la víspera, soportando sin otra precaución que la de abrir la boca, donde el propio asentamiento, las ráfagas como descargas cerradas de la batería Quiroga, más el pronunciado aditamento de esta mañana.”
“El proyectil paraguayo fue a explotar violentamente, al parecer, sobre el propio emplazamiento de la batería. No había ya dudas; estábamos localizados y sometidos a los golpes potentes y mortales de un calibre superior – de 105 por todas las trazas-. No cabía tampoco la esperanza de un socorro oportuno, pues la batería que comenzaba a disparar no estaba “rumbeada” aún y pasaría por lo menos una hora, en el mejor de los casos, para que las otras baterías pudiesen acudir con su fuego en nuestro auxilio.”
“Confieso sin ambages que mi serenidad en esos segundos fue completa, como nunca lo hubiera esperado.
”Me incorporé al grupo de artilleros que recién se levantaba y comenzaba a dispersarse un poco. Algunos sonreían con naturalidad, otros forzosamente. Lo extraordinario era que sonrieran de algún modo, puesto que el asunto no podía ser mas desagradable. Pregunté rápidamente a Soria Galvarro por la batería.
“Ellos están más seguros que nosotros en sus “buracos” –fue su respuesta.
Pero, y el material?
“Puede que estemos de suerte, mi coronel. Además habrá que confiar en la dispersión y en que los “pilas” economicen su munición –dijo sonriéndose tristemente y con una emoción interna que contradecía el optimismo de sus palabras.”
“Lo miré con atención y advertí que estaba algo cambiado. Revelaba, como siempre, decisión, pero estaba serio, acusando que algo lo torturaba en lo íntimo. Yo también comencé a inquietarme, aunque, controlándome exteriormente. Transcurrieron unos pocos segundos más, y pum! Ahora lo sentí nítidamente. Mi oídos comenzaban a funcionar bien. Simultáneamente todos, las diez o doce personas que allí nos congregábamos, corrimos, nivelados por el peligro, detrás del árbol, cuyo tronco ofrecía la mejor protección posible y formamos una masa democrática y compacta de rostros ensombrecidos, que se agitaban a impulsos de una violenta conmoción aórtica que parecía brotar de una víscera común. Mis subordinados, sin embargo, se preocupaban notablemente por mí.”
“Mi coronel, aquí, aquí – me decían, abriéndome hueco protector. Yo rehusaba con gesto categórico, pero sintiéndome agradecido y conmovido.”
“Pasó la granada, musitando su trágica canción y fue a estallar al fondo. Soria Galvarro, apreciándola como tiro largo y perdido, me dijo:
”Con tal que no lo acorten, quedarán lucidos.”
“Estábamos todavía cerca del árbol, aunque ya de pié. En ese instante, curiosamente advierto que mi asistente Quispe, veterano de Nanawa (Nanawa era el nombre de un fortín, escenario de una de las más violetas batallas del Chaco en enero-julio de 1933), no ha cambiado de posición, sentado en el suelo, apoyada la espalda en el árbol, sus piernas extendidas, sin la menor protección, inmóvil e indiferente a todo.” 

“Cuidado, Quispe! que esto es peor que Nanawa – le digo.
El aludido se sonríe incrédulo, luciendo su magnífica dentadura de réclame de dentífrico y continúa impertérrito.
“Pum! Pum! otra vez. A no dudarlo, pasan al fuego de efecto. Nuestra zozobra es grande, pues no sabemos con qué graduación del alza los han lanzado; cualquier acortamiento nos puede ser fatal, pues nos hallamos bajo la bóveda irreal de su trayectoria.”
“Bam…! Bam…! Bam…! y podemos aliviarnos por un instante de caliginosa pesadumbre de lo incierto en conjunción con lo irremediable. Luego hay unos segundos de silencio, que se miden por minutos, y la fecunda y fantástica imaginación comienza a forjar hipotéticas ilusiones de que todo quedará en una calma silente. Una sensación algo artificial de tranquilidad quiere invadirnos por momentos. El paisaje ostenta un aire tan placentero que parece difícil que pueda transformarse en brusco escenario de desolación y muerte.”
Gradualmente voy ordenando mis sensaciones, tratando de cimentar una indiferente normalidad. Se me ocurre con altibajos contradictorios, que la demostración de la artillería paraguaya se ha limitado sólo a eso y que sus sirvientes se encontrarán limpiando las ánimas de los cañones, satisfecho ya el saludo a la bandera.”
“Soria Galvarro, a mi lado, en el borde superior de un pequeño solevantamiento, a dos o tres metros del “pahuiche” me conversa distraídamente, como haciendo un esfuerzo. Me llama la atención su fisonomía alterada por cierta tensión que valientemente lucha –está a la vista- con un tenaz presentimiento. Me imagino al contemplarlo que mi actitud externa debe ser análoga. Corrientes de pesimismo suben y bajan, atravesando cada vez mi espíritu.”
“Ahí donde nos encontramos no tenemos por el momento nada que hacer, carecemos de toda protección y todavía nos hallamos comprendidos en el ángulo visual del enemigo y, sin embargo, continuamos inmóviles, como hipnotizados por el fuerte narcótico de la voluntad y con la iniciativa en trance de sonambulismo que, en el fondo, es la preocupación externa del valor y del prurito irreprimible en ocasiones del amor propio.”
“Nos hemos comunicado con la batería y se nos informa que el personal sigue sin novedad y bien resguardado. En verdad, no deberíamos tener ya preocupación sino por nosotros mismos, pero nada hacemos en ese sentido. Solamente nuestras gargantas secas nos piden un refresco y el teniente ordena a su asistente que vaya a prepararlo. El bueno de Arana se aleja –venturosamente para él- a prepararlo.”
“Yo estoy vacilando en tenderme un rato sobre mi catre de campaña, al cual me separan unos cinco o seis pasos. De pronto alguien grita: ¡salió! Y vemos un tropel corriendo a sumirse en el hoyo del buraco, carente de techo todavía. Soria Galvarro y yo cambiamos un gesto de fatal escepticismo. No había ya tiempo de correr; habría sido una carrera loca impulsada por las hélices del pánico. Aguardamos sin movernos y con el dolor angustioso de quien está conscientemente al canto de una caída irremediable.”
“De súbito mis músculos motores vibran con extraña ansiedad y doy, sin darme cuenta de lo que hago, un salto poderoso pendiente abajo. He sentido la infernal musiquilla de la desgarradura con que avanza el proyectil y ya tan encima que el pensamiento sólo ha alcanzado a taquigrafiar: percusión sobre nuestras cabezas. Y se ha producido la explosión formidable y terrífica a tres o cuatro metros de nosotros.”
“Pierdo por un instante la noción del ser y del no ser. Lentamente, como en un sueño profundo, pienso que he muerto y que así debe ser la muerte, algo desvaído e invaluable para los sentidos."

“Percibo que mi alma está desarticulada de mi cuerpo, inconsútil y arremolinándose en el vacío. Ningún dolo físico me preocupa; nada puede tener importancia en medio de mi desbordamiento material y moral; me posee la sensación de tener hueco el cerebro y estar inanimado para siempre. Luego transcurrido un tiempo impreciso, pero que no debió ser largo, siento que mi respiración amenaza estrangularse, quizá por la acción tóxica de los gases del explosivo y que mi cabeza se hace cada vez más pesada; noto también que mis mandíbulas están trabadas y pienso, si, ahora pienso siguiera, que no podré hablar. Después comienzo a creer que estoy herido, lo que no deja de ser un progreso, pues antes me imaginé estar muerto. Pero lo que gradualmente ve va vigorizando el cuerpo y nutriendo de ideas la mente, es la sensación cierta de encontrarme de pie. De esto ya estoy bien seguro, camino, luego me observo y nada; comienzo entonces a formularme la hipótesis de haber escapado y como una especie de alegría infinita va sacudiendo mi atonía, hasta que las potencias ocultas e irresistibles del instinto de conservación se vuelcan dentro del crisol de mi ser en un voto radioso de acción de gracias, que ofrenda a la vida, y en ese minuto solemne –por qué no decirlo- a Dios ¡Qué enorme satisfacción la vuelta de la conciencia y el convencimiento de vivir, cuando todo se creía perdido!”
“Una extraña energía comienza a dominar mis actos, la que trato de reprimir, porque yo mismo dudo que se apoye en base razonable. No en balde he oído y leído tanto sobre los efectos nerviosos de las explosiones y anhelo, por tanto, con toda la sinceridad de mi alma mantenerme sereno y reflexivo. Pero mi ardor me avasalla y entonces dispongo y grito, aunque felizmente sin apartarme mucho de la lógica, cosa que me es dable constatar más tarde. Estoy a diez pasos del sitio donde cahyera la granada y trato de formarme concepto de lo sucedido. Veo la figura esbelta de Soria Galvarro tendida en el suelo, en la actitud del que duerme una siesta, la cabeza sobre los brazos y con la inmovilidad de una estatua yacente. Con pena profunda, me hago cargo que ha caído victimado por la granada; un poco más lejos veo a un hombrecito diminuto que se retuerce sobre la tierra entre ayes de dolor, me fijo un poco más y me doy cuenta que es mi asistente, el veterano y simpático Quispe; por mi lado pasa en ese instante un soldado, cosa curiosa, andando con paso casi normal, aunque en lugar de una pierna arrastra un jirón horrible de músculos y nervios desgarrados, colgantes como flecos, desde los testículos hasta la rodilla den la parte de la entrepierna. El hombre da aullidos de lobo en hambruna, de dolor físico y quizá también sí moral. Al verme se me acerca, gritándome que lo salve, con una suprema expresión de humildad y de abatimiento que difícilmente podré olvidar mientras viva. Yo horrorizado, le pido que se quede tranquilo hasta que pueda ser socorrido. El soldado insiste con su grito plañidero: ¡sálveme! Sálveme! mi coronel. Me siente agobiado ante esa visión trágica; por un segundo pasa por mi mente la idea piadosa y tremenda de poner fin con mi revólver a tan cruel padecer, pero consigo dominarme y preocuparme de otra cosa.”
“Entretanto he tomado unas cuantas decisiones; algunas se han podido cumplir; otras tienen que diferirse para mejor oportunidad. He hecho transportar el cuerpo de Soria Galvarro cerca de mí; el teléfono ha empezado a funcionar, haciendo llamados urgentes al sanitario de la batería –que valientemente acude con presteza- y al cirujano del Grupo.”
“Me arrodillo cerca del teniente y debo sufrir la enorme impresión de ver su pecho destrozado y aún un soplo de vida en el fondo de unos ojos atormentados por la agonía, que me miran fijamente, como queriendo traducir lo que sus labios no podrán expresar."

“En ese instante, sale otro disparo paraguayo y se reproduce nuevamente la agitación. Yo grito que se protejan inmediatamente.
¡Vamos a la línea! A la línea! – exclaman algunos.
Yo les grito que se protejan como puedan. Llega con violencia la granada y en el primer instante me parece que ha caído cerca del “pahuiche”, tan oculto queda a la vista, cubierto de espesa nubada de polvo y humo.
¡Adiós mi equipaje! – dígome atribuladamente.
“Vuelvo sobre Soria Galvarro y ya no me queda sino contemplar, como sirviendo de máscara del que fuera su rostro, el visaje cenizo y la risa helada y verdosa de la muerte. No se me ocurre cerrarle los ojos, pero tomo la posición de firme.”
“Los tres o cuatro soldados que están conmigo hacen lo mismo entre sollozos. Y en ese minuto, otra vez como ratificación de funeral solemne, se oye: ¡pum! ¡pum! ¡pum! Es la artillería paraguaya que reinicia su actividad, esta vez orientada a exterminarnos. El aire se puebla de un estruendo apocalíptico; las explosiones se suceden frenéticas alrededor de la batería; luego, con distancia acortada sobre el corral de ovejas, cuyo cerco de ramas se observa acaso desde lejos, como una línea parapetada, encontrábame yo a unos cincuenta metros de este último objetivo, cuando volvió a tomarlo la artillería enemiga. En un comienzo, no pienso ni me propongo nada, como atraído y subyugado por la fiereza del espectáculo; en lo profundo de mi raciocinio columbro que eso no es normal y llego a la conclusión de que aún estoy atenazado por el embotamiento paralizante de una impresión que ha pegado con golpe de laque sobe mi espíritu. Procuro reaccionar, poniendo en juego mi iniciativa, pero apenas si puedo formarme un cuadro de apreciación técnica de lo que está sucediendo. Se trata de un tiro de contrabatería, con observación directa, al parecer desde una distancia superior a 6.000 metros, por el lapso hábil entre la percepción de las detonaciones y las de arribada, y calculo que los paraguayos se emplearán a fondo, pues han verificado su reglaje sobre un objetivo que no carece de interés.”
“… han pasado dos… tres… ráfagas de trayectorias paralelas, y creyérase que los bólidos de acero con entraña hirviente e infernal, presta a estallar, vienen animados por una suerte de malicia picaresca, tal es su endiablada pertinacia en demanda de sus propósitos. Me encuentro inerme ante ese destino que parece estar ciego y sordo a cualquier súplica.”
“… Avanzamos un largo trecho (entre los zarzales, apartándonos de la zona batida) y creo estar lejos de la línea longitudinal de tiro, pero los cuerpos explosivos siguen desfilando por lo alto. Antes de admitir la idea de haber hecho el círculo vicioso que es tan frecuente en los bosques y en los desiertos, quiero creer que es la batería Quiroga la que ha roto sus fuegos en nuestro apoyo.”
“Siento entonces una especie de alivio, pues, si es así, no hay por qué temer una percusión de la granada sensible sobre la más ínfima rama del bosque que nos encubre sin protegernos en realidad, pues conozco sus ángulos de elevación para batir cualquier punto de la banda, cuya mayoría entra en la clasificación de los mayores. Pronto me disuado de esta creencia. Los golpes secos iniciales de las ráfagas son tres; los nuestros serían cuatro, diferencia que existe, por lo general, en el número de piezas entre las baterías paraguayas y bolivianas”.
“Los artilleros enemigos han acortado su tiro; la parábola de sus proyectiles pasa ahora a unos pocos metros escasos de la copa de los árboles que apenas si se remontan por sobre nuestras cabezas. Yo estoy con el credo en la boca, porque una percusión en el ramaje está dentro de las posibilidades…”



Conclusión del duelo de artillería en el Chaco (1935)
“¿Cuánto duró todo aquello desde su preliminar? Quizá si sólo unos pocos minutos; si afirmamos que fueron veinte o treinta estaríamos en lo justo, pero para nuestro espíritu ya maltrecho y fatigado habían cobrado la intensidad de horas.”
“Cuando el silencio renació sobre la selva en conjunción con las llamaradas ígneas del sol en su cenit, trabajamos par salir al camino, cosa que resultaba ahora sencillísima. Volvimos todos, uno a uno, al sitio trágico y ruidoso de momentos anteriores, El cirujano del Grupo, mayor Villafani, constataba la muerte del malogrado comandante de la batería, agresora y agredida a su turno; el sanitario hacía una curación de emergencia a los tres heridos, dos de ellos en gravísimo estado; mi asistente Quispe –que moriría esa noche- y un cabo, aquel de la pierna mutilada que había seguido andando, pues el hueso quedó indemne.”

Para la época que se refiere el relato de Vergara Vicuña, el ejército paraguayo había casi llegado a los límites geográficos del Chaco, habiendo hecho retroceder al ejército boliviano casi 700 kilómetros en algunos puntos, desde que se iniciara la guerra en setiembre de 1932.

Los últimos meses de 1934 vieron las victorias más impresionantes de toda la guerra, con las cuales Estigarriibia alcanzó su sitial de gran capitán. En noviembre de 1934 (el 15 de noviembre para ser exactos) concluyó, según el escritor militar norteamericano, David Zook, "una de las más perfectas batallas ejecutadas en el Hemisferio Occidental", la batalla de EL Carmen, en que con 4.500 hombres cercó a 7.000 efectivos bolivianos y los hizo rendir, haciendo desmoronar el frente del Pilcomayo y que los bolivianos evacúen el fortín Ballivián, la "capital del Chaco boliviano". Este golpe fué tan tremendo, que el presidente boliviano Daniel Salamanca se trasladó al Cuartel General de Villamontes para destituir a todo el Alto Mando y reemplazarlo por jefes más capaces. Pero he aquí que cuando arribó el Presidente y expresó sus intenciones, fué apresado y obligado a renunciar (27 de noviembre), para perpetuar al inepto comando del Chaco. En este momento, se produjo otra increíble victoria, cuando los paraguayos cortaron el abastecimiento de agua del cuerpo de caballería boliviano del Cnel. David Toro, al capturar los pozos de agua de Yrendagué (8 de diciembre de 1934), en una zona desértica. Los soldados bolivianos se desbandaron y unos 3.000 murieron de sed y en combates, y otros 3.000 cayeron prisioneros. Finalmente, ya el 27 de diciembre con un movimiento de encerramiento, 2.000 bolivianos quedaron acorralados contra el Pilcomayo en Ybybobo. Con sólo 2.389 hombres, el cnel. Delgado del III cuerpo de ejército paraguayo capturó más de 1,200 enemigos y abundante botín, a costa de 46 heridos.
Con todas estas derrotas Bolivia perdió definitivamente el Chaco, y Paraguay se aprestó a atacar Villamontes, el último punto de importancia que Bolivia tenía en el Chaco.

Publico un mapa con los avances desde 1932 hasta 1935.


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